Atardecía y bajo un árbol, el soldado descansaba; el sueño no le interrumpía el hambre ni la sed, ni el contemplar cómo también el sol lo iba abandonando. El conejo se ofreció voluntariamente para calmarle el apetito; el soldado conmovido quiso que el mundo recordara ese gran acto de bondad y le obsequió la eternidad, lanzándolo a la luna, para honrar con luz la memoria del amigo verdadero.